Durante todo el tiempo invertido en su laboratorio, Laura y Miguel habían pensado en todas las cosas buenas que su invento les traería, pero nunca habían imaginado que debían sentirse amenazados. Hasta esta noche.
Escondidos entre los grandes matorrales que rodeaban su laboratorio, veían arder lo que quedaba de él. Ninguno de los dos se atrevía a hacerse la pregunta que ahora sabían era irremediable.
Decidieron ir al granero abandonado que estaba al otro lado del bosque. Si habían sido capaces de quemar su lugar de trabajo, no podían arriesgarse a ir a sus casas. Tenían que terminar su proyecto y hacerlo público cuanto antes. Era la única manera de estar a salvo, o eso creían ellos.
Llamaron a Pedro, su mejor amigo. El era una de las pocas personas que sabía lo que estaban haciendo, y por descontado, alguien en quien podían confiar. Le contaron lo que había ocurrido y este les prometió investigarlo y también, llevarles provisiones.
Habían pasado un par de horas, Laura y Miguel seguían trabajando, y de repente escucharon que alguien llamaba a la puerta. Pensaron que sería Pedro, pero no obstante decidieron guardar todo lo importante.
Al abrir la puerta solo vieron a su amigo, pero su cara delataba que algo no iba bien. Sin que tuvieran tiempo de hablar con él, se escuchó un gran estruendo y vieron como una mancha roja empezaba a cubrir el pecho de Pedro. Este cayó al suelo de rodillas, con la mirada fija en ellos.
- Es Miranda, lo siento – consiguió decir en un último suspiro.
Antes de que se dieran cuenta, cuatro hombres los habían rodeado, atado las manos y los apuntaban a la cabeza.
Aunque debía sentir miedo, todo lo que Miguel podía ver era la cara de su mejor amigo. Había muerto por su culpa y todo por unas malditas cerezas.
Laura pensaba en las últimas palabras de Pedro. Miranda era su novia desde hacía dos años. Ahora que lo pensaba, habían empezado dos semanas después de que ellos iniciaran su proyecto. De repente todo tuvo sentido, las repentinas visitas en el laboratorio, el excesivo entusiasmo que ella siempre mostraba por su trabajo.
Todo encajaba. Miranda era hija del dueño de los almacenes más famosos de la zona. Era él quien abastecía a todas las tiendas que adornaban el paseo marítimo con sus colores, sus balones de playa, toallas, sombrillas…
- ¿Dónde está? – dijo uno de los hombres vestidos de negro mientras le apuntaba con el arma.
Miguel seguía con la mirada perdida, y Laura supo en ese instante que tenía que ser ella quien se hiciera cargo de la situación.
- Aunque nos matéis y destruyáis todo esto, las pruebas ya están enviadas. Si en media hora no hablamos con nuestro compañero todo saldrá a la luz y las cerebrillas serán publicitadas en televisión.
Miguel despertó en aquel momento de su ensoñamiento, y aunque no tenía idea de lo que Laura estaba hablando, entendió que era mejor seguirle la corriente.
- De todo lo que hay por inventar y vosotros teníais que jugar conmigo – dijo una voz que provenía de la oscuridad.
- Son solo cerezas – contestó Miguel incrédulo.
- Cerezas que al sembrar en la playa y regar con agua salada, hacen que arboles crezcan en segundos, creando así sombrillas naturales. ¿No os dais cuenta?
- ¿Me estás diciendo que has matado a mi mejor amigo para que no bajen las ventas de sombrillas? – gritó mientras se soltaba de sus ataduras y se abalanzaba sobre él.
Ninguno de los hombres que lo rodeaban tuvo tiempo a reaccionar. En cuestión de segundos Miguel había sacado unas pequeñas cerezas de su bolsillo y las había conseguido introducir en la boca de su contrincante.
- No solo reaccionan al agua salada, también a la saliva – añadió Laura con un tono desafiante.
De repente, pequeña ramas empezaron a salir por su boca y sus orejas. Frente a la inquietante mirada de todos sus matones, el dueño de los almacenes se había convertido en una de sus preciadas sombrillas.
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